Mi Manuel Belgrano fue, es y será el monumento frente a la Casa de Gobierno. Es el Belgrano con gesto de entrega vehemente, incitando a los mandatarios circunstanciales a respetar y cumplir con el sagrado destino que ellos, los héroes fundamentales, instruyeron para bien del país. Para mí es muy especial esa estatua porque la tengo grabada desde el bombardeo a Plaza Mayo (sin “de”) en el ’55. Cenábamos en el comedor del instituto mientras escuchábamos radio. Pasaban comunicados y música clásica. Se especulaba en medio de la confusión. Presumí que ese bombardeo significaba un punto y aparte para algunos de nosotros. Para mí fue el último año en Las Tumbas. Muchos eran los rumores pero mayor la incertidumbre. Con otros dos compañeros decidimos ir por la noche a ver los destrozos causados por el bombardeo al gobierno de Perón. Como se había establecido “estado de sitio”, más de dos personas juntas no podían transitar, decía la radio; y se aconsejaba no salir; lo que para nosotros, que éramos los duros de las tumbas, sonó a desafío. Así que dos fuimos por una vereda y el otro por la de enfrente, turnándonos. Las calles no estaban muy iluminadas, casi que no. No se veía a nadie, ni autos ni transportes, puro silencio. Ni policía, ni milicos ni nada, sólo nosotros chiflándonos contraseñas. Llovía suave. Llegamos a la plaza. Había alguna que otra luz y pocas personas curioseando, pero nadie en grupo, salvo nosotros. Aparecieron unos policías con el mismo interés que nosotros: chusmear. Nos vieron muchachitos incautos y sin peligro; no nos dijeron nada. Los pocos que deambulábamos lo hacíamos con la misma discreción que en un museo de arte. Recuerdo una paloma sobre un cable. Quieta. Pensamos que el fuego de la explosión de una bomba la había petrificado o algo así; la veíamos negra, porque era noche y porque ese bicho se veía negro. Para el Juanca no se movía porque debido al susto de un estruendo había apretado las patas y ahí se había quedado dura, electrificada, fatalmente, transformándose en una estatuita de mal agüero. Vimos colectivos incendiados, ya con poco fuego; otros retorcidos de tan quemados. Una ambulancia dando vueltas sin alarma se detuvo y se llevó un cuerpo, sorteando un auto destrozado como una lata de sardinas mal abierta. Dentro de otro auto, sin los asientos delanteros, se había formado una lagunita de color rojo mezcla de sangre y lluvia. Corito se acercó y dijo que había un bulto, una persona muerta. No quise mirar y seguí hacia la Casa Rosada. Y vi que Belgrano estaba por caer del caballo, es decir se estaba por venir abajo el caballo con su jefe (tendría que averiguar el nombre del caballo, o inventarle uno, se lo merece). El monumento había recibido una bomba justito al lado de la base y, por suerte, lo más que se había logrado con la explosión fue un enorme agujero, un tremendo pozo que había hecho tambalear al animal y su jinete. A las bombas les faltó apenas un pelito para llegar al sacrilegio. Por suerte, el héroe estaba intacto pero tan inclinado que pensamos se caería en cualquier momento. Juanca decidió buscar algo para sostenerlo. Buscamos y hallamos un poste de luz fuera de su agujero. Un tipo recogía lo que encontraba útil y lo metía en una bolsa. Eran los rapiñeros. Otro nos dijo que tuviéramos cuidado con los cables porque debido al agua aún podían tener corriente. Nosotros éramos fuertes pero el poste más. Así que nos costó esfuerzo colocarlo como queríamos. Hicimos un hoyo en la tierra para afirmarlo. Y para que no resbalara en la punta de arriba, pusimos una madera como cuña en el cuerpo de Belgrano. Quedó firme. Ya estábamos seguros de que no se caería. Fanfarroneamos por el logro, por haber hecho bien el trabajo. Y no se cayó. Amainó la lluvia. Sin hablar, volvimos a Las Tumbas. Yo, ya convencido de irme en unos días a Comodoro Rivadavia para trabajar en la explotación del petróleo, sin imaginar que terminaría cavando zanjas en el desierto; el Juanca se iría a probar en San Lorenzo como wing derecho. Y Corito vería qué hacer con tanto amor a la música y su clarinete; quizá por su antecedente de monaguillo, afirmó que aquella noche, para nosotros, fue una epifanía. Puede parecer estúpido, irreverente o un despropósito, pero fue así, una epifanía, porque pasados los años y los gobiernos, un día nos volvimos a juntar y fuimos los tres a ver el monumento y, casi puedo jurarlo, Belgrano, derechito sobre el caballo, nos guiñó el ojo. Por eso, para mí, ese Belgrano representa, en todo y en sí, en la actitud triunfal y poderosa que ofrece enarbolando la bandera que flamea alegre, la argentinidad plena, majestuosa y cabal.
Por Enrique Medina, escritor argentino, para Página 12