El imponente edificio del barrio de Recoleta atesora la colección de libros más importante del país. Las valiosas piezas que conserva, la historia y los secretos.

 

Es uno de los edificios más impresionantes de la ciudad y en él pueden leerse las líneas que traza el pasado y sus proyecciones. Y tal vez en eso esté su mayor riqueza: no es el pasado recuperado como una forma estabilizada, como un cristal definitivo. En el edificio y en los alrededores de la Biblioteca Nacional pueden leerse las líneas y los círculos que nacen en el ayer revolucionario argentino, pero que atraviesan nuestras dos centurias de historia y siguen más allá, hacia un futuro que podrá desplegarse también por el sueño de conservar, promover y liberar la letra propia.

 

La construcción está rodeada de los jacarandaes, lapachos y tipas blancas que a principios del siglo XX diseñó, como un reloj biológico según sus etapas de floración, el paisajista Carlos Thays. El edificio fue erigido a partir del proyecto de los arquitectos Clorindo Testa, Francisco Bullrich y Alicia Cazzaniga, quienes en 1961 se alzaron con el Primer Premio del concurso nacional para emplazar lo que entonces iba a ser la nueva sede de la institución. El estilo arquitectónico que los ganadores eligieron se llama Brutalista y no es una paradoja que haya sido la opción elegida: la arquitectura brutalista, llena de figuras geométricas repetidas en las que el hormigón, generalmente, da una apariencia rugosa y áspera, tuvo su auge entre las décadas del 50 al 70, cuando el siglo XX se llenó de utopías e ideologías sociales que este estilo simbolizaba.

 

El concepto que rige al edificio, más allá de lo estético, es de avanzada y tuvo en cuenta la movilidad social y el progreso.

 

Para dar lugar a la perspectiva de crecimiento se privilegió la conservación de los espacios verdes –la Biblioteca está emplazada en una barranca llena de árboles casi a orillas del Río de la Plata– y la mayor superficie construida –los depósitos en los que se guarda la historia y la cronología de todo lo sucedido en el país- se encuentra bajo tierra.

 

Libros y lecturas

 

Laura Rosato trabaja en el Tesoro de la Biblioteca Nacional y es quien firma, junto a Germán Álvarez, el volumen Borges, libros y lecturas, una impresionante investigación que da cuenta de los rastros del escritor en la Biblioteca, sus lecturas, sus citas, su derrotero por el universo de lo escrito.

 

“Las bibliotecas son en general de origen monárquico –cuenta Rosato–. La nuestra es revolucionaria, no es fastuosa, nosotros no recibimos la colección de una emperatriz o de una reina o de Napoleón; nuestra Biblioteca primero se construyó en el plano de las ideas y se hizo de cero a partir del decreto que Mariano Moreno firmó el 13 de septiembre de 1810, en el que conminaba a los ciudadanos a hacer donaciones de libros y de mobiliario para conformar la primera biblioteca nacional.”

 

El decreto de Moreno fue publicado en La Gaceta de Buenos Aires e instaba a los compatriotas a forjar la biblioteca. Con gran rapidez los revolucionarios argentinos lograron entender que después del humo de los fusiles había que desarrollar la educación, el reservorio cultural para dar identidad y proteger el futuro de la patria.

 

La institución se formó con las donaciones de los independentistas pero también con expropiaciones a los enemigos de la revolución. Es evidente el perfil político de esta fundación en la que se imponía la necesidad de fomentar una opinión pública que se adueñara de los ideales revolucionarios y participara activamente de la vida social.

 

Allí se atesoran, además de las importantes donaciones que hicieran los obispos de la época –casi los únicos que poseían grandes colecciones de libros y aquellos volúmenes prohibidos para el público–, la Biblioteca que legó el general Manuel Belgrano, entre los que se cuentan sus libros de política, de economía, de filosofía, de caballería y de poesía (en el que entre muchos otros hay un volumen de Lope de Vega).

 

En la misma época también se sumaron, entre otras colecciones, el acervo bibliográfico del Colegio San Carlos, hoy Nacional de Buenos Aires. También posee libros del general José de San Martín, con su sello personal, libros de Deán Funes y la mayor cantidad de manuscritos literarios de Leopoldo Lugones, de Ricardo Güiraldes y Julio Cortázar.

 

Un organismo vivo

 

También impacta saber que en la Biblioteca se almacenan todos los libros que se publican en el país y se conservan las páginas impresas de nuestros más de doscientos años de historia, una enorme cantidad de archivos privados, que nutrió a quienes pensaron y liberaron a la patria mucho antes de la Independencia.

 

Con esa certeza se impone la sensación de que la Biblioteca es un organismo vivo. Allí bulle el contenido de 800 mil libros.

 

En los últimos años se manifestó una apertura cada vez mayor al quehacer cultural, al público. Por eso, no es sólo un refugio para los académicos, los bibliotecarios que allí se forman o los estudiantes e investigadores que acceden al material disponible.

 

Para la profesora María Etchepareborda, jefa del Tesoro, “el valor fundamental de la Biblioteca es que está presente la historia de nuestro país, las marcas de las sucesivas gestiones: Paul Groussac, Martínez Zuviría, Jorge Luis Borges, los tres que más tiempo la dirigieron.”

 

En el sentido de las diferentes gestiones al frente de la Biblioteca es preciso aclarar que, más allá de las enormes diferencias ideológicas que mostró cada proyecto político, parece perfilarse un acuerdo tácito en la preservación del patrimonio y en la intangibilidad del acervo y los tesoros públicos que se resguardan.

 

Es que la Biblioteca Nacional es el testigo absoluto de nuestra vida social, de nuestros devaneos, de nuestras conquistas, en cada uno de los pliegues de ese hermoso edificio pueden descubrirse las marcas, como lo anillos dentro de los troncos de los árboles, de todo lo recorrido y de lo que hicimos con eso.

 

Laura Rosato lo expone con apasionada sencillez: “Trabajar acá te hace reverenciar la historia, no sos una empleada común, estás adentro de una tradición, una tradición que podés rastrear hasta la misma Revolución de Mayo”.

 

Ventanas a la ciudad

 

Todas las salas de lectura de la Biblioteca fueron pensadas por Clorindo Testa como ventanas a la ciudad. Los pisos superiores, donde se encuentran dichas salas, se conocen como el gran mirador de Buenos Aires.

 

Los no videntes también tienen lugar dentro de este organismo vital y dinámico: desde 1993 funciona una sala de lectura en la que las consultas al material bibliográfico pueden evacuarse a través de archivos de sonido o en sistema Braile.

 

También hay una hemeroteca; un archivo de partituras musicales; una mapoteca; una audioteca y una fototeca. Se maneja una política bastante agresiva en torno de las adquisiciones y la participación en subastas. Y la buena noticia es que la digitalización de todo ese material está en marcha, más allá de la contundencia que tienen esos materiales preciosos que son los libros, en pocos años podrá consultarse todo por la vía virtual.

 

Otro de los espacios que está bajo la órbita de la Biblioteca es el Museo del Libro y de la Lengua, dirigido por la escritora, docente e investigadora María Pía López, en el que se investiga y se muestra de manera creativa a los autores nacionales que construyeron con su escritura parte fundamental de la identidad de la Nación.

 

Como escribe Horacio González, director de la Biblioteca, acerca de los tesoros que resguarda la institución que dirige desde 2005: “No hay independencia real sin independencia del sujeto lector. Una Nación se forma en el interior de una política de lecturas”.

 

 

 

Por Julián López

 

Fuente Redacción Z

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