El famoso arquitecto Le Corbusier llamó a Buenos Aires “la ciudad de espaldas al río”. Le resultaba incomprensible la ausencia de una costanera panorámica, como las que tienen Mar del Plata o Montevideo. Este aislamiento comenzó en el siglo XIX con un ferrocarril que pasaba por la actual avenida Paseo Colón y cortaba el acceso a la costa. La construcción de Puerto Madero en 1887 terminó de bloquear esa comunicación. El puerto no se hizo en el lugar lógico, la desembocadura del Riachuelo, porque querían alejarlo de la provincia de Buenos Aires, en previsión de futuras guerras civiles. Lo hicieron frente a la Casa de Gobierno. El mayor tamaño de los barcos lo dejó obsoleto antes de su terminación. Así, la ciudad quedó de espaldas al río y de frente a una obra abandonada durante décadas.

 

Una costanera marca un límite, más allá del cual la ciudad deja de crecer. En Buenos Aires, la especulación inmobiliaria creó el mito de “ganarle tierras al río”, como si no las tuviéramos en la inmensa pampa húmeda. Eso significó aprovechar el formidable proceso de sedimentación del Río de la Plata para rellenar y construir en forma indefinida, a un costo mucho mayor del que significaría hacerlo en tierras ya consolidadas. De este modo, cada generación de ricos se hizo su propio borde costero, que la próxima generación habría de anular. En Buenos Aires, la arqueología no necesita perforar el suelo: pueden verse las marcas de diferentes épocas en las construcciones según su distancia a la costa histórica, que era la avenida Paseo Colón-Leandro Alem. Después, la Aduana, el Correo Central y la estación Retiro. En la década del 30, el Ministerio de Defensa. Más tarde, Catalinas Norte y después las torres de Puerto Madero, a una distancia creciente de la costa histórica. Siempre en terrenos que son caros por estar cerca de una costa que, en una generación, se les va a evaporar porque en unos años, otro la llevará más lejos.

 

En Buenos Aires, el negocio in­mobiliario que nos bloqueó las playas permitió la impunidad de la contaminación. Junto al Club de Pescadores, la desembocadura de un arroyo transformado en cloaca permite ver la materia fecal que llega al río. A unos metros, el aeroparque. Desde todos los aviones que despegan y aterrizan puede verse la mancha negra de contaminación, una barrera más que nos aleja del agua. ¿Es que no hay personas con poder de decisión que suban a un avión y miren por la ventanilla?

 

Por Antonio Elio Brailovsky, especialista en historia ambiental.