Este sábado, la banda de rock heavy metal formada en L.A. (Estados Unidos) en 1981 se presentó en el Campo Argentino de Polo del barrio de Palermo, donde repasó sus piezas de vieja escuela, en un recital que fue inolvidable para muchos de sus seguidores vestidos de negro. Su esperado regreso a la Argentina, fue por partida doble, porque su última actuación había sido en 2017 y en 2020 la actuación fue suspendida en dos oportunidades por la pandemia. A continuación, la considierada crítica, por Leonardo Fabián Sai
La ansiedad carcomía desde adentro. La experiencia del tiempo es eminentemente subjetiva: las agujas del reloj, hasta llegar a ése long way if you wanna rock and roll de los AC/DC que preanuncia, como cábala bilardista, la piel de gallina, esto es, la presencia de Morricone. Minutos lentos, letárgicos, densos. Cuando ellos subieron, el tiempo, simplemente, se desarmó. Morricone dije. Tano glorioso. Un tano camarada, desde las imágenes del cine de Eastwood: impone la elevación de las almas con un pressing sobre la conciencia moral: es la música del honor, del honor perdido y avasallado, por la mierda de la mercancía. No llegué a la previa de Marina Fages, que solo consiguió mala publicidad tocando en el lugar equivocado. Pero publicidad al fin. Hoy es más conocida que ayer. Hoy existe para el espectáculo de escala. Objetivo logrado por el marketing de la existencia. Los Greta cumplieron con el objetivo: son bellos, son jóvenes, una y otra vez, renuevan la promesa. ¿Cuál? La de superar la nostalgia edípica de hacer felices a los padres, a Led Zeppelin. ¿Cuándo traicionarán? ¿Cuándo van a deshacerse de ese fantasma de la década del setenta para empezar a ser? No lo sabemos, pero prometen. Tienen con qué hacerlo. De lo contrario, persistirán como una versión talentosa de las bandas homenaje, pero sin firma. “No me digas que empiezan con Whiplash”, dicen al lado mío. “Es ésa loco, ¡arrancan con Whiplash!”, le digo al extraño muchacho cuyo rostro se me disuelve con el paso de los minutos.
El inicio fue esa piña perfecta, certera, con un único mensaje: acá estamos y sabemos lo que vinieron a buscar. Ese inicio del concierto expone la unidad del artista: Kill em`all (Whiplash), Ride the lightening (Ride…), Reload (Fuel): cambian las escamas pero la esencia (el trash metal como género) se conserva idéntica. Metallica firmó ese género. El trash metal tiene, en su escritura, en su composición, el peso de sus emblemas. Metallica no es Motorhëad, Metallica no es Iron Maiden, Metallica no es Diamond Head, Metallica no es Venom, ni Mercyful Fate: Metallica es todos ellos bajo el respeto de no ser ellos jamás. El trash metal es esa vasija, esa forma musical, que Metallica inventó para no parar de darle vueltas (la relación con la sinfónica), traicionarla (Mama said), retorcerla (St. Anger), sin dejar jamás de nutrirla (Split out the bone) y para que otros, los obreros del género y de la forma, trabajen en su interior. Son quienes, con el paso del tiempo, a lo largo y ancho del planeta, reivindican la pureza de la forma. La de sus primeros movimientos y contornos, con la cual se identificaron de una vez y para siempre. Son quienes esgrimen, para los subsistemas de las sectas del mundo, algún fundamentalismo herido por la traición del dinero. Los Metallica, mezcla de artista y empresa internacional: son lo mejor del capitalismo.
Esa voluntad de innovación permanente, de fragmentación y reunión del público, de conciliación de clases, de fetichismo universal; esa espiritualidad romantizada que dura lo que dura la sinfonía, que une lo que la mercancía divide, le dice algo con su forma (trash metal) al mundo: que el destino del espíritu de la música occidental no puede ser la contemplación pura de un cuerpo reprimido. Huella revolucionaria de Ricardo Wagner, no solo el preanuncio del cine, sino de otro modo de pensar la voluntad de sinfónica. Metallica dialoga con la música clásica: quiere ser la música clásica de este futuro distópico. Esa, y no otra, es la firma de Cliff Burton: la presencia de lo clásico en un bajo bien setentoso. Camino que recorren desde Apocalyptica, Therion, Nightwish hasta Rammstein. La enumeración me supera. Metallica explora, en pantallas gigantescas y de novísima tecnología, el espíritu trágico del presente: la pena capital (Ride…), las adicciones (Puppets), la dualidad no reconocida (Sad but true), la fama (Moth), lo imperdonable de sí mismo (Unforgiven), lo apocalíptico (Creepin’), la tragedia como destino (Clover), el humano capturado por las máquinas y la IA (Split out). El destino de la furia del sonido blanco no puede ser la contemplación.
Equivale no solo a decir que una platea no es el mejor lugar para experimentar un concierto de Metallica. Esta música no se religa a la pasividad del hombre sentado. Desde luego, esta crónica es injusta, esencialmente, injusta en el sentido de una mirada parcial y privilegiada. Viví el concierto desde el llamado “campo vip”. El sueldo del trabajo no da para todo. Es cierto. Hay quienes requieren de la ficción de la naturaleza (el mar, el lago, las montañitas) para “renovar las pilas” y revientan el famoso pre-viaje del Estado en el infierno de las vacaciones porteñas. Incluye los viajes al Brasil imaginario. A mí me basta una sola noche de expiación, con la más maravillosa música, para transformar el stress de la convivencia y la pérdida del poder adquisitivo en el nirvana de la pasión de multitudes. Volvamos. El destino de la furia del sonido blanco es hacer que los cuerpos que se enloquecen en el campo accedan, mediante el agotamiento físico, a la contemplación espiritual del sonido. Doloridos, agotados, extasiados de actividad y violencia, justo ahí, justo en ése momento: Metallica les clava su himno, Nada más importa. Toda la ética de la banda se resume en esa frase: open mind for a different view.
Hetfield dice “mirá, miraaaaaaa: la familia de Metallica”. Se toma un mate. Toca emocionado. El público, el gran público argentino, es la otra escena de la misma escena. Una verdadera locura —si por locura se comprende a la tentación de una experiencia que se presenta no mediada por el juicio— de dimensiones sociológicas: no solo se cantan las canciones. ¡Se cantan hasta los solos de guitarra! El público responde vis a vis a las provocaciones del artista. Su delirio es tan potente que hace renacer, de la ejecución mil veces repetida, canciones diferentes. No es lo mismo escuchar al AC/DC en alguna otra parte del planeta, que escuchar el AC/DC del River del 2009. Lo mismo con el Seek and Destroy o el Sandman en el Campo de Polo: el delirio del deseo transforma lo deseado y lo captura en su actualidad. Quiere decir que lo renueva.
El canto del público, las pantallas impúdicas, las llamaradas en el rostro, la performance física del grupo, la potencia del sonido, la perfección minimalista de una puesta en escena, la contundencia del pentagrama acelerado y ejecutado sin piedad: Metallica nos ha regalado una noche llena de amor, respeto y comunión, estrictamente, musical.
Nosotros, los argentinos, sin duda, los hemos inspirados a ellos.
Ni más ni menos, que una inspiración al sentido de todo esto. Más allá de la repetición de los aeropuertos, más allá del negocio. Inspiración a eso que persiste, y que se desvanece, que quisiéramos asir con alguna palabra… cuando las luces se apagan, cuando los cuerpos retornan a su conciencia, cuando toda esa energía transformada debe morir… para que el lenguaje, la crónica, sea testimonio…
Y las palabras asesinen, irremediablemente, al acontecimiento.