La pintura del “tirano” fue destruida. Luego de su muerte, en 1956, este pintor argentino Enrique de Larrañaga fue víctima del silencio de la política de desperonización. La muestra del MNBA permite tener una visión de conjunto de su obra dispersa en varios museos.
La figura de Enrique de Larrañaga permite, una vez más, rechazar aquel falso axioma de que el arte es un ámbito autónomo, separado de la política. No fueron los azares del destino los que determinaron que, luego de haber sido un pintor reconocido, formado bajo la influencia de artistas de la talla de Fernando Fader, Bernaldo de Quirós y José Gutiérrez Solana, y de haber sido destinatario de prestigiosos premios nacionales e internacionales, tras su muerte en 1956, cayera en el olvido. Este artista, que no sólo se pronunció a favor del gobierno de Perón –cometiendo incluso el sacrilegio de retratarlo en una pintura que, por supuesto, fue destruida–, sino que también ocupó cargos públicos, llegando a dirigir la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, formadora de los principales artistas del país, fue víctima de una amplia política de desperonización que, desde lo político hasta lo social, desde lo económico hasta lo cultural, dominó las acciones de los sectores que tomaron el poder desde el año 1955.
Si una de las principales armas que se utilizó para que el nombre de Larrañaga fuera borrado de la historia del arte argentino fue la diseminación de su obra en lejanos museos –lo que impedía su contemplación en conjunto–, la muestra que en estos días ofrece el Museo Nacional de Bellas Artes es un eficaz mecanismo para su recuperación. Curada por Roberto Amigo, esta retrospectiva hace un completo recorrido por la rica obra de este artista, desde sus primeros paisajes de tendencia impresionista, hasta sus singulares retratos, pasando por las importantes pinturas realizadas en España.
La apreciación de la obra de Larrañaga ofrecida por el Museo permite, a su vez, indagar hasta qué punto el arte y la política se encuentran imbricados, no sólo en las prácticas efectuadas en torno al artista, sino también en el contenido concreto de sus cuadros. Esto último resulta particularmente evidente en la temática abordada, que, desde su viaje a España en 1924, manifiesta un creciente interés por los márgenes, retratando, por ejemplo, a los trabajadores del puerto de Vigo. Pero si Larrañaga puso el foco en los habitantes de los resquicios de la sociedad, no fue tanto para expresar la función de fuerza de trabajo que ellos cumplen, ni su marginación. Como puede apreciarse en los gauchos retratados, que aparecen entretenidos con una riña de gallos o tocando la guitarra, como así también en sus cuadros circenses o de fiestas populares, la búsqueda de Larrañaga se centraba en esos momentos de ocio en el que el tiempo se detiene y las pasiones afloran. Tanto la alegría como la tristeza, el fervor como el desinterés, son expresados por un payaso melancólico, un músico mudo, una bella dama enmascarada y el borracho del carnaval, que no son indiferentes a quien los retrata, pero tampoco están posando, apareciendo en algunos casos distraídos o con la mirada perdida. ¿Están siendo retratados? ¿O está siendo retratada la espera por el retratista?
Pero si un artista retrata determinados temas, ello sucede en la medida en que estos materializan una problematización de las formas. En este sentido, a lo largo de la obra de Larrañaga, puede apreciarse una constante preocupación por el pliegue, manifestado, al mismo tiempo, en dos dimensiones. Por un lado, un pliegue deformizante al estilo de Henri Matisse, que desproporciona y desarticula las formas, expresado recurrentemente en el tratamiento que hace de las telas. Por otro lado, desarrolla Larrañaga un pliegue geometrizante, en diálogo con la pintura de Paul Cézanne, que regulariza las formas, como se manifiesta en los atributos de las máscaras que aparecen con frecuencia en sus cuadros.
La tensión constante entre estas dos tendencias de pliegue, a la que quedan subordinados el tratamiento de la luz y del color, encuentra una distinta manifestación en cada una de sus pinturas. Los pescadores de Vigo poseen un cuerpo deformado, especialmente sus pies, mientras las construcciones de fondo se geometrizan; en sus payasos, la geometrización asume la forma de una máscara en su rostro, al tiempo que su cuerpo se deforma, desarticulándose; y los gauchos, cuyos ponchos se pliegan de manera sinuosa, forman círculos y triángulos en su disposición conjunta.
Llevadas a un plano social, estas dos dimensiones del pliegue son las que engloban la búsqueda política de articular el elemento frágil, inaprensible y desarticulado de la sociedad, con una organización tal que, al tiempo que le da una forma, no elimine su singularidad. Quizá haya sido esta problematización entre lo deformante y la geometrización la que llevó a Larrañaga a elegir como tema los márgenes de la sociedad, en sus momentos de ocio y a la espera del retratista. Esta misma preocupación, seguramente, se encuentre en el origen de su adhesión al peronismo, movimiento que, muchos años después de que él la plasmara en la pintura, la planteó al nivel de la política. Tal vez allí también resida el motivo de la saña con la que fue tratada su obra desde la dictadura del ’55.
Si esto es así, recuperar aquello que quiso ser eliminado exige una apreciación de su obra que rescate y al mismo tiempo actualice lo que este gran artista supo pintar con tanta maestría y nos ha dejado como legado.
Por: Diego Ezequiel Litvinoff