En el San Telmo profundo, lejos del recorrido for export y de los manteros, sobre la calle Balcarce al 1016, está la Casa de Castagnino. Su fachada es notoriamente irregular, de ladrillos pintados de rosa viejo, con una puerta y una ventana muy antiguas. La construcción está en pie desde 1780, cuando el solar era parte de la Capitanía del Puerto de la Ciudad de Buenos Aires.

 

Entrar a esta casa es entrar a una atmósfera distinta e inusual, que mezcla diferentes marcas temporales y en la que se puede percibir la presencia de la historia: sus baldosas, los ladrillos finos y alargados de sus muros, la argamasa que los une resultan extraños a los ojos de un espectador de hoy, pero de ese modo se levantaban las casas en el siglo XVIII.

 

En 1967, el pintor, arquitecto y dibujante Juan Carlos Castagnino –uno de los más reconocidos artistas de nuestro país– la compró, esperando que se ponga en marcha definitivamente y de una buena vez la decisión de convertirla en museo. Y vaya que vale la pena convertirla en museo. Además de haber albergado la capitanía del puerto, en tiempos de Juan Manuel de Rosas funcionó como el primer correo de nuestro país. Más tarde, se convirtió en morada particular.

 

Asomarse hoy a la balaustrada de la hermosa y agreste terraza de la casa es asomarse a ver, a unos cien metros, el imponente edificio del Ministerio de Agricultura sobre la avenida Paseo Colón. Pero quienes se asomaban a esa misma balaustrada mucho antes que nosotros veían las barrancas que daban al Río de la Plata, que por entonces llegaba hasta allí. Por esa terraza deambulan gatos, hay bananos, palmeras pindó, ceibos; hay un retoño lleno de brevas de una higuera original que es testigo del paso del tiempo y hay mucho verde, como si fuese un humedal colonial de hace 200 años.

 

La terraza y las habitaciones parecen habitadas de fantasmas. Así lo afirma Justiniano Quiroga, un santiagueño que está al cuidado de la casa desde hace 30 años. Llegó a Buenos Aires hace mucho e hizo de todo antes de quedar a cargo de la casa. Tiene muy claro que convive no solamente con la obra de Castagnino sino también con todos los fantasmas que –asegura– la recorren. “¿Por qué voy a tener miedo?”.

 

“Todos convivimos con ellos… En un cuartito pequeño, detrás de unos trastos hay una cruz, es probable que allí esté enterrado alguien que murió hace muchísimo. Se dice que en 1919 mataron a una chica que pasaba por la calle, justo en esta ventana”, dice Quiroga mientras nos hace pasar a una de las salas. Una ventana a la calle conserva sus goznes originales, sin tornillos ni tuercas. “Cuentan que una vez un fotógrafo golpeó la puerta y pidió permiso para fotografiar a una chica que vio en la ventana, pero esa chica no existía, así dicen…”. Y no es difícil pensar en las presencias recorriendo esta casona, que también fue inquilinato y en la segunda mitad del siglo XIX recibió a los que no pudieron abandonar el foco infeccioso durante la última y feroz oleada de fiebre amarilla en 1872.

 

La casa conserva una planta abajo, de alrededor de 10 cuartos, que mantiene casi por completo su forma original, con algunos refuerzos de hierro o alguna loza para evitar que la construcción más antigua cediera por su propio peso. Castagnino construyó allí su cocina pero también edificó una planta superior en la que vivió y donde trabajaba su obra artística. Algunos de sus enseres, bellas piezas de mobiliario, permanecen en las habitaciones. Las salas de abajo se acondicionarán para el museo, pero el ambiente de los patios llenos de plantas y de herrajes antiguos, las paredes que parecieran susurrar secretos, el aire artístico que le imprimió el mismo Castagnino y la belleza de un lugar cargado de historia ya son parte del mejor patrimonio de nuestra ciudad.

 

Por Julián López

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